¡¡Buenos días!! Como ya sabéis ando liada con la reconstrucción de Ven a mí, que todavía no tengo ni idea de cómo llamarla... Pero no pasa nada, todo llegará. Os dejo con otro capítulo que me encantó y que quedará fuera de esa nueva vida que tendrá la novela. Besos y espero que os guste.
Capítulo
25. Y ahora… ¿qué?
César
apenas sentía la desaparición de la sangre de su cuerpo. Estaba tan embelesado
viendo cómo las mejillas de Sara comenzaban a tomar un delicioso color rojo,
que su debilidad era imperceptible. Miró el reloj y su mirada comenzaba a
difuminarse. Así que haciendo un gran esfuerzo atrapó con su mano libre el
timbre que llamaría a la enfermera y lo pulsó. Unos minutos después, apareció
la mujer.
—¿Qué
sucede? —Se acercó hacia la joven y comenzó a observarla preocupada.
—No
es ella, soy yo. No me encuentro bien —Echó la cabeza sobre el almohadón y dejó
la mirada clavada en la pared.
—Desengancharé
la transfusión. Creo que podemos tomarnos un descanso —Comenzó a retirar los
tubos del brazo del hombre —Incorpórese lentamente y beba el zumo que tiene
sobre la mesa. ¿Puede alcanzarlo? —César alargó la mano y lo atrapó. Se llevó
el dulce líquido hacia su boca y se lo bebió de un sorbo —Creo que necesitará
mucho más que eso —Sonrió la joven.
La enfermera se marchó de la habitación y poco
después apareció con un bote de litro de zumo y un enorme bocadillo.
—Esto
le ayudará a recuperarse —Puso la bandeja sobre sus rodillas —Debe descansar.
—¿Y
ella? —Preguntó mientras introducía en su boca el bocata.
—Está
mejorando. Sus constantes vitales son normales y como puede observar el tono de
su piel ha cambiado. Tenemos que estar pendientes de las heridas, no estoy
segura de si empeorarán, aunque queda claro que las marcas quedarán en su
preciosa piel —Atrapó uno de sus brazos y comenzó a limpiar la herida con una
gasa que tenía sobre la estantería.
—
Creo que eso no será ningún problema —musitó mientras devoraba la comida.
Tras
la una revisión exhaustiva hacia la enferma, la mujer se marchó dejándolos
solos. César sentía cómo su cuerpo comenzaba a recuperar la energía perdida.
Continuó bebiendo aquel azucarado líquido y cuando advirtió que podía
levantarse sin problemas, se incorporó y se acercó a la muchacha. Una de sus
manos se dirigió hacia aquel cabello negro y lo acarició. Era muy suave y
escurridizo apenas se podía atrapar entre sus dedos. Luego dirigió su palma
hacia el rostro y con sumo cuidado lo fue tocando. Ya no estaba tan frío, es
más, podía sentir su calor. Una calidez de nueva vida llenaba la débil figura
de la joven. Pero algo llamó su atención y se puso en guardia. Un ruido fuera
de la habitación le alarmó. Sin llamar a la puerta alguien interrumpió aquellos
momentos de intimidad.
—Buenas
tardes, señor —Un hombre alto y trajeado apareció por la puerta, invadiendo la
habitación sin avisar.
—Buenas
tardes, ¿qué desea? —Preguntó César mientras dirigía su mano hacia la pistola
que escondía en su espalda. Había reconocido al tipo. Era uno de los que
estuvieron buscando a César por la mañana.
—Soy
policía y ando buscando un preso que se nos ha escapado —Dijo el hombre
mostrándole una chapa plateada — ¿Ha visto usted algo extraño por aquí?
—Por
ahora nada salvo su intromisión —La mano seguía agarrando la empuñadura de su
pistola.
—Lo
siento. Pero es necesaria una búsqueda exhaustiva. El hombre que buscamos va
armado y es peligroso. Le estaría muy agradecido que nos advirtiese de
cualquier situación extraña —guardó la chapa.
—Pero…
¿estamos en peligro? Mi mujer no se puede mover de la cama —Preguntó con
fingidos rasgos de preocupación mientras miraba con cariño el cuerpo de Sara.
—En
un principio no. Aunque si ve algo extraño nos lo comunica, ¿de acuerdo? —Dio
unos pasos hacia la salida.
—Por
supuesto —comentó.
—Gracias
y que la enferma se recupere pronto— dijo el hombre al marcharse.
—Eso
espero…
Cuando
el hombre abandonó la habitación, César corrió hacia la puerta, sacó la cabeza
al pasillo y observó la escena. Los dos mismos hombres trajeados estaban
hablando al final de la galería. Parecía que iban entrando por las habitaciones
sin avisar para encontrar a Abel. Sin lugar a dudas, aquellos falsos policías
no cesarían la búsqueda de su compañero. Se echó atrás y cerró la puerta. Metió
la mano en su bolsillo del pantalón y sacó el móvil.
—Buenas
tardes, Uno —Habló antes de que el receptor dijese una palabra.
—¿Qué
ocurre? ¿La muchacha está mejor? —preguntó preocupado.
—Se
recupera. Pero el motivo de mi llamada es otro —caminó hacia el baño mientras
charlaba.
—Tú
dirás.
—Acaba
de entrar un sicario con una placa de policía, buscaba a Abel. No me suenan su
cara, pero o son muy buenos actores o están acostumbrados a presentar la
placa—Cerró la puerta y dejó una pequeña abertura donde solo podía apreciar el
cuerpo de Sara.
—¿Qué
insinúas? –Javier se levantó del sillón y se tocó el pelo.
—Sabe
que tengo un sentido del olfato algo especial y este me dice que son policías
corruptos.
—¿Estás
seguro de eso? Lo que insinúas es algo muy gordo, César –Comenzó a andar de un
lado para otro. El día había llegado de nuevo y en vez de ver la luz solar, sus
ojos solo percibían oscuridad.
—Piense,
¿cómo es posible que la policía no haya conseguido descubrir al traficante?
¿Cómo que no hemos visto ni un puñetero policía en las intervenciones? ¿Y las
chicas? ¿Mueren mujeres violadas y nadie hace nada, ni tan siquiera lo hacen
público? Esto huele mal, Uno, muy mal.
—Déjame
que haga algunas llamadas, César. Posiblemente estés en lo cierto. Quizás esa
era la pieza que faltaba en el puzle sobre mi madre. Gracias –Colgó.
César
entrecerró sus ojos, no podía haber escuchado aquellas palabras. ¿Qué tenía que
ver la madre de Uno en aquello? <<Sí, lo he entendido mal>> Se
dijo. Dejó atrás el rostro de preocupación y lo convirtió en alegría. Sara
tenía los ojos abiertos y miraba hacia el techo. Quizás se preguntaba si
aquello era el infierno, porque según ella tendría que estar muerta. Se acercó
despacio y puso una de sus manos sobre las piernas de ella.
—Hola
preciosa, ¿cómo te encuentras? —La saludó con una gran sonrisa.
—¿Dónde
estoy? —preguntó aturdida e intentó incorporarse.
—No
te muevas —susurró al mismo tiempo que abandonó los pies para llegar hasta sus
hombros y volverla a posar sobre la cama —Estás en un hospital. Te traje aquí
tras encontrarte en la bañera.
—Yo…—balbuceó
y comenzó a llorar.
—Shh,
tranquila preciosa, estás a salvo. Nadie va a hacerte daño, te lo prometo
—Apartó con delicadeza aquellas lágrimas que recorrían por el rostro de la
joven —Cuando te recuperes, me dirás quién te ha hecho esto y lo buscaré.
—¡No!
—Gritó horrorizada —¡No debes hacer nada! Él tiene…él me ha dicho…
—Lo
que te haya dicho o hecho me tiene sin cuidado, Sara. Ahora estás a mi lado y
nadie te hará daño, ¿me entiendes? Además, ya eres parte de mí. Tienes mi
sangre recorriendo tus venas —dijo burlón.
—Deberías
haberme dejado morir —musitó apartando su mirada del hombre —No merezco estar
viva.
—El
que no merece estar vivo es el bastardo que te ha conducido esta locura —Atrapó
el rostro de la joven con las dos manos y lo giró lentamente para que lo
mirase.
—Tú…
¿las viste? —Levantó las cejas y comenzó a temblar. Si aquel hombre había visto
sus fotos tendría una idea muy confundida de lo que en realidad era ella.
—Sí,
las vi —Seguía con la cabeza entre sus palmas.
—No
era yo, me dieron algo. Yo no soy así —continuaba llorando.
—Tranquila,
lo pagará —La levantó hacia él y la abrazó —Te prometo que lo pagará.
Dos
horas después, César abandonó el hospital y conducía a gran velocidad hacia un
lugar de la ciudad al que necesitaba visitar. Debido a todo lo que le estaba
sucediendo, era el único sitio donde podía pensar con claridad. Su mundo se
estaba alterando y no tenía ni idea de cómo actuar. Había crecido en él un extraño
sentimiento hacia Sara y no podía mantenerlo vivo porque la única mujer que
había amado y amaba era a su fallecida esposa. Sin embargo, todo estaba
cambiando. Sara le hacía pensar en un futuro y le hacía creer que existía una
esperanza por la que vivir. Por primera vez en su vida había olvidado la orden
que le había dado Uno; no dejarla sola. Pero todo lo que estaba haciendo era
necesario para poder estar a su lado y protegerla tal como él deseaba, en
cuerpo y alma. Aparcó el coche en la acera y corrió hacia su objetivo. Una vez
frente a la tumba de su esposa se arrodilló y comenzó a llorar.
—Lo
siento, lo siento — gemía sin consuelo — No entiendo qué es lo que me está
sucediendo. Siento que esa mujer me descoloca, me aparta de ti. Cada vez que
estoy a su lado quiero tocarla y besarla. Y eso solo hace que me aparte más de
ti. No puedo dejarme arrastrar por esta pasión que está sucumbiendo mi cuerpo.
¡No puedo! Por favor… ¡ayúdame! — Gritó desesperado.
De pronto una suave brisa comenzó a recorrer
el cementerio. César estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no advirtió
que su vello se había erizado por el frescor del ambiente. Pero según pasaba el
tiempo el airecillo se iba endureciendo, llegando a levantarse una pequeña
ventisca alrededor del hombre. Por fin levantó los ojos hacia el cielo y
observó que las flores, que con tanto amor había colocado en la tumba de su
mujer, comenzaban a retirarse disparadas de aquel lugar. El hombre se levantó y
maldiciendo al viento, intentó recoger todas las que encontraba a su paso. Una
tras una fue atrapándolas bajo sus manos.
—¡Maldita
sea! — Gritaba mientras las espinas se clavaban en sus palmas y hacían que
pequeñas gotas de sangre aparecieran en su piel.
Pero a pesar del dolor, él seguía reuniéndolas
para volverlas a colocar donde debían estar, junto a su esposa. Sin embargo,
cuando las amontó sobre el nicho, el viento las hizo volar de nuevo.
—¿Qué
quieres? — Bramó hacia el cielo — ¿Qué diablos quieres? — Pero nadie le
contestó, solo continuaba aquella maldita brisa cada vez más enfurecida.
Abatido
porque no podía luchar contra la adversidad del ambiente. Se arrodilló de nuevo
frente al nicho de Elisa y continuó llorando. Hoy hasta el viento estaba en su
contra. Pero no se rendiría, la próxima vez el ramo de rosas las introduciría
en algún recipiente tan fuerte y duro que ni el huracán más rabioso las
apartaría de ella. De pronto César sintió algo extraño, una especie de aura
parecía que deambulaba detrás de él. Se llevó la mano hacia el revólver y se
giró con rapidez, pero allí no había nadie. Se levantó y dio unos pasos, quizás
alguien lo había seguido y lo acechaba desde otro lugar. Con el arma en su mano
y los ojos entreabiertos continuó caminando. Contenía la respiración para
intentar averiguar el punto exacto donde se podía esconder la persona que lo
observaba. Sin embargo, según iba inspeccionando aquel santo lugar, no
encontraba nada. Allí estaba tan solo él. Desorientado por la locura que estaba
sufriendo su mente, regresó a la tumba de su mujer, la besó y se marchó hacia
el coche. Efectivamente, todas las alteraciones emocionales por las que estaba
viviendo le jugaban una mala pasada. O quizás no se había recuperado de la
transfusión. Arrancó su vehículo y echando un último vistazo a aquel lugar, puso
rumbo hacia su casa.
Cuando
el hombre abandonó el cementerio, apareció de nuevo la silueta de mujer vestida
de blanco que había estado en la carretera. Caminaba descalza sobre la hierba
de aquel lugar y se dirigía hacia la tumba en la que minutos antes César había
estado. Levantó una mano hacia el cielo y todas las rosas blancas que estaban
esparcidas se agruparon en un bonito ramo. Las cogió con ternura y las posó
sobre el nicho. Después, alzó sus brazos al cielo y se esfumó con el viento.
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