martes, 19 de agosto de 2014

Cambiando... cambiando...


¡¡Buenos días!! Como ya sabéis ando liada con la reconstrucción de Ven a mí, que todavía no tengo ni idea de cómo llamarla... Pero no pasa nada, todo llegará. Os dejo con otro capítulo que me encantó y que quedará fuera de esa nueva vida que tendrá la novela. Besos y espero que os guste.


Capítulo 25. Y ahora… ¿qué?

César apenas sentía la desaparición de la sangre de su cuerpo. Estaba tan embelesado viendo cómo las mejillas de Sara comenzaban a tomar un delicioso color rojo, que su debilidad era imperceptible. Miró el reloj y su mirada comenzaba a difuminarse. Así que haciendo un gran esfuerzo atrapó con su mano libre el timbre que llamaría a la enfermera y lo pulsó. Unos minutos después, apareció la mujer.
—¿Qué sucede? —Se acercó hacia la joven y comenzó a observarla preocupada.
—No es ella, soy yo. No me encuentro bien —Echó la cabeza sobre el almohadón y dejó la mirada clavada en la pared.
—Desengancharé la transfusión. Creo que podemos tomarnos un descanso —Comenzó a retirar los tubos del brazo del hombre —Incorpórese lentamente y beba el zumo que tiene sobre la mesa. ¿Puede alcanzarlo? —César alargó la mano y lo atrapó. Se llevó el dulce líquido hacia su boca y se lo bebió de un sorbo —Creo que necesitará mucho más que eso —Sonrió la joven.
 La enfermera se marchó de la habitación y poco después apareció con un bote de litro de zumo y un enorme bocadillo.
—Esto le ayudará a recuperarse —Puso la bandeja sobre sus rodillas —Debe descansar.
—¿Y ella? —Preguntó mientras introducía en su boca el bocata.
—Está mejorando. Sus constantes vitales son normales y como puede observar el tono de su piel ha cambiado. Tenemos que estar pendientes de las heridas, no estoy segura de si empeorarán, aunque queda claro que las marcas quedarán en su preciosa piel —Atrapó uno de sus brazos y comenzó a limpiar la herida con una gasa que tenía sobre la estantería.
— Creo que eso no será ningún problema —musitó mientras devoraba la comida.
Tras la una revisión exhaustiva hacia la enferma, la mujer se marchó dejándolos solos. César sentía cómo su cuerpo comenzaba a recuperar la energía perdida. Continuó bebiendo aquel azucarado líquido y cuando advirtió que podía levantarse sin problemas, se incorporó y se acercó a la muchacha. Una de sus manos se dirigió hacia aquel cabello negro y lo acarició. Era muy suave y escurridizo apenas se podía atrapar entre sus dedos. Luego dirigió su palma hacia el rostro y con sumo cuidado lo fue tocando. Ya no estaba tan frío, es más, podía sentir su calor. Una calidez de nueva vida llenaba la débil figura de la joven. Pero algo llamó su atención y se puso en guardia. Un ruido fuera de la habitación le alarmó. Sin llamar a la puerta alguien interrumpió aquellos momentos de intimidad.
—Buenas tardes, señor —Un hombre alto y trajeado apareció por la puerta, invadiendo la habitación sin avisar.
—Buenas tardes, ¿qué desea? —Preguntó César mientras dirigía su mano hacia la pistola que escondía en su espalda. Había reconocido al tipo. Era uno de los que estuvieron buscando a César por la mañana.
—Soy policía y ando buscando un preso que se nos ha escapado —Dijo el hombre mostrándole una chapa plateada — ¿Ha visto usted algo extraño por aquí?
—Por ahora nada salvo su intromisión —La mano seguía agarrando la empuñadura de su pistola.
—Lo siento. Pero es necesaria una búsqueda exhaustiva. El hombre que buscamos va armado y es peligroso. Le estaría muy agradecido que nos advirtiese de cualquier situación extraña —guardó la chapa.
—Pero… ¿estamos en peligro? Mi mujer no se puede mover de la cama —Preguntó con fingidos rasgos de preocupación mientras miraba con cariño el cuerpo de Sara.
—En un principio no. Aunque si ve algo extraño nos lo comunica, ¿de acuerdo? —Dio unos pasos hacia la salida.
—Por supuesto —comentó.
—Gracias y que la enferma se recupere pronto— dijo el hombre al marcharse.
—Eso espero…
Cuando el hombre abandonó la habitación, César corrió hacia la puerta, sacó la cabeza al pasillo y observó la escena. Los dos mismos hombres trajeados estaban hablando al final de la galería. Parecía que iban entrando por las habitaciones sin avisar para encontrar a Abel. Sin lugar a dudas, aquellos falsos policías no cesarían la búsqueda de su compañero. Se echó atrás y cerró la puerta. Metió la mano en su bolsillo del pantalón y sacó el móvil.
—Buenas tardes, Uno —Habló antes de que el receptor dijese una palabra.
—¿Qué ocurre? ¿La muchacha está mejor? —preguntó preocupado.
—Se recupera. Pero el motivo de mi llamada es otro —caminó hacia el baño mientras charlaba.
—Tú dirás.
—Acaba de entrar un sicario con una placa de policía, buscaba a Abel. No me suenan su cara, pero o son muy buenos actores o están acostumbrados a presentar la placa—Cerró la puerta y dejó una pequeña abertura donde solo podía apreciar el cuerpo de Sara.
—¿Qué insinúas? –Javier se levantó del sillón y se tocó el pelo.
—Sabe que tengo un sentido del olfato algo especial y este me dice que son policías corruptos.
—¿Estás seguro de eso? Lo que insinúas es algo muy gordo, César –Comenzó a andar de un lado para otro. El día había llegado de nuevo y en vez de ver la luz solar, sus ojos solo percibían oscuridad.
—Piense, ¿cómo es posible que la policía no haya conseguido descubrir al traficante? ¿Cómo que no hemos visto ni un puñetero policía en las intervenciones? ¿Y las chicas? ¿Mueren mujeres violadas y nadie hace nada, ni tan siquiera lo hacen público? Esto huele mal, Uno, muy mal.
—Déjame que haga algunas llamadas, César. Posiblemente estés en lo cierto. Quizás esa era la pieza que faltaba en el puzle sobre mi madre. Gracias –Colgó.
César entrecerró sus ojos, no podía haber escuchado aquellas palabras. ¿Qué tenía que ver la madre de Uno en aquello? <<Sí, lo he entendido mal>> Se dijo. Dejó atrás el rostro de preocupación y lo convirtió en alegría. Sara tenía los ojos abiertos y miraba hacia el techo. Quizás se preguntaba si aquello era el infierno, porque según ella tendría que estar muerta. Se acercó despacio y puso una de sus manos sobre las piernas de ella.
—Hola preciosa, ¿cómo te encuentras? —La saludó con una gran sonrisa.
—¿Dónde estoy? —preguntó aturdida e intentó incorporarse.
—No te muevas —susurró al mismo tiempo que abandonó los pies para llegar hasta sus hombros y volverla a posar sobre la cama —Estás en un hospital. Te traje aquí tras encontrarte en la bañera.
—Yo…—balbuceó y comenzó a llorar.
—Shh, tranquila preciosa, estás a salvo. Nadie va a hacerte daño, te lo prometo —Apartó con delicadeza aquellas lágrimas que recorrían por el rostro de la joven —Cuando te recuperes, me dirás quién te ha hecho esto y lo buscaré.
—¡No! —Gritó horrorizada —¡No debes hacer nada! Él tiene…él me ha dicho…
—Lo que te haya dicho o hecho me tiene sin cuidado, Sara. Ahora estás a mi lado y nadie te hará daño, ¿me entiendes? Además, ya eres parte de mí. Tienes mi sangre recorriendo tus venas —dijo burlón.
—Deberías haberme dejado morir —musitó apartando su mirada del hombre —No merezco estar viva.
—El que no merece estar vivo es el bastardo que te ha conducido esta locura —Atrapó el rostro de la joven con las dos manos y lo giró lentamente para que lo mirase.
—Tú… ¿las viste? —Levantó las cejas y comenzó a temblar. Si aquel hombre había visto sus fotos tendría una idea muy confundida de lo que en realidad era ella.
—Sí, las vi —Seguía con la cabeza entre sus palmas.
—No era yo, me dieron algo. Yo no soy así —continuaba llorando.
—Tranquila, lo pagará —La levantó hacia él y la abrazó —Te prometo que lo pagará.
Dos horas después, César abandonó el hospital y conducía a gran velocidad hacia un lugar de la ciudad al que necesitaba visitar. Debido a todo lo que le estaba sucediendo, era el único sitio donde podía pensar con claridad. Su mundo se estaba alterando y no tenía ni idea de cómo actuar. Había crecido en él un extraño sentimiento hacia Sara y no podía mantenerlo vivo porque la única mujer que había amado y amaba era a su fallecida esposa. Sin embargo, todo estaba cambiando. Sara le hacía pensar en un futuro y le hacía creer que existía una esperanza por la que vivir. Por primera vez en su vida había olvidado la orden que le había dado Uno; no dejarla sola. Pero todo lo que estaba haciendo era necesario para poder estar a su lado y protegerla tal como él deseaba, en cuerpo y alma. Aparcó el coche en la acera y corrió hacia su objetivo. Una vez frente a la tumba de su esposa se arrodilló y comenzó a llorar.
—Lo siento, lo siento — gemía sin consuelo — No entiendo qué es lo que me está sucediendo. Siento que esa mujer me descoloca, me aparta de ti. Cada vez que estoy a su lado quiero tocarla y besarla. Y eso solo hace que me aparte más de ti. No puedo dejarme arrastrar por esta pasión que está sucumbiendo mi cuerpo. ¡No puedo! Por favor… ¡ayúdame! — Gritó desesperado.
 De pronto una suave brisa comenzó a recorrer el cementerio. César estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no advirtió que su vello se había erizado por el frescor del ambiente. Pero según pasaba el tiempo el airecillo se iba endureciendo, llegando a levantarse una pequeña ventisca alrededor del hombre. Por fin levantó los ojos hacia el cielo y observó que las flores, que con tanto amor había colocado en la tumba de su mujer, comenzaban a retirarse disparadas de aquel lugar. El hombre se levantó y maldiciendo al viento, intentó recoger todas las que encontraba a su paso. Una tras una fue atrapándolas bajo sus manos.
—¡Maldita sea! — Gritaba mientras las espinas se clavaban en sus palmas y hacían que pequeñas gotas de sangre aparecieran en su piel.
 Pero a pesar del dolor, él seguía reuniéndolas para volverlas a colocar donde debían estar, junto a su esposa. Sin embargo, cuando las amontó sobre el nicho, el viento las hizo volar de nuevo.
—¿Qué quieres? — Bramó hacia el cielo — ¿Qué diablos quieres? — Pero nadie le contestó, solo continuaba aquella maldita brisa cada vez más enfurecida.
Abatido porque no podía luchar contra la adversidad del ambiente. Se arrodilló de nuevo frente al nicho de Elisa y continuó llorando. Hoy hasta el viento estaba en su contra. Pero no se rendiría, la próxima vez el ramo de rosas las introduciría en algún recipiente tan fuerte y duro que ni el huracán más rabioso las apartaría de ella. De pronto César sintió algo extraño, una especie de aura parecía que deambulaba detrás de él. Se llevó la mano hacia el revólver y se giró con rapidez, pero allí no había nadie. Se levantó y dio unos pasos, quizás alguien lo había seguido y lo acechaba desde otro lugar. Con el arma en su mano y los ojos entreabiertos continuó caminando. Contenía la respiración para intentar averiguar el punto exacto donde se podía esconder la persona que lo observaba. Sin embargo, según iba inspeccionando aquel santo lugar, no encontraba nada. Allí estaba tan solo él. Desorientado por la locura que estaba sufriendo su mente, regresó a la tumba de su mujer, la besó y se marchó hacia el coche. Efectivamente, todas las alteraciones emocionales por las que estaba viviendo le jugaban una mala pasada. O quizás no se había recuperado de la transfusión. Arrancó su vehículo y echando un último vistazo a aquel lugar, puso rumbo hacia su casa.
Cuando el hombre abandonó el cementerio, apareció de nuevo la silueta de mujer vestida de blanco que había estado en la carretera. Caminaba descalza sobre la hierba de aquel lugar y se dirigía hacia la tumba en la que minutos antes César había estado. Levantó una mano hacia el cielo y todas las rosas blancas que estaban esparcidas se agruparon en un bonito ramo. Las cogió con ternura y las posó sobre el nicho. Después, alzó sus brazos al cielo y se esfumó con el viento.




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